lunes, 27 de diciembre de 2010

LA NADA.

Imaginen veinte ceros a la izquierda de una cifra, pues yo: el cero a la izquierda número veintiuno.
Una mierda pinchada en un palo.
Más aún si la consideramos propensa a dar placer sexual a cambio de dinero, es decir, una puta mierda pinchada en un palo.
Una carne de burro que no es transperente.
Un derecho de admisión reservado puesto en práctica: perdone pero usted no reune las condiciones mínimas.
Un  no ser más tonto porque no me entreno.
El foco del ninguneo popular.
Un eslabón perdido.
Es por todo esto y algunas cosas más que no quiero nombrar que algunas veces, en la soledad de este laboratorio, acostumbro a tirarme un sonoro y oloroso pedo de vez en cuando. Su potente sonido y su denso olor me reafirman en mi ser existencial y me ayuda a mí mismo a reconocer mi significancia, dando por supuesto que nada ni nadie puedan negar mi lugar en este mundo.
Ahora bien, amigos y amigas, aquellas veces, que no son las menos, que se produce el aditamiento del rastro marrón en los calzoncillos (más conocido como "palomino"), entonces no sólo me siento existir, sino que quedo seguro de que mis esfuerzon serán recompensados algún día por alguien en algún lugar.
Este es el texto que escribí de chico para la redacción de introducción a la obra teatral de Navidad en el colegio.
No me lo aceptaron y me cagué encima.
De vuelta a casa en el autobús los niños se quejaban de que olía mal y yo asentía disimuladamente: "Oye, pues es verdad que huele fatal ¿qué será?"
Al llegar a casa me quité los calzoncillos cagados y los tiré a una azotéa que se veía desde mi balcón.
Más adelante, cuando algún miembro de mi familia veía los calzoncillos me adhería a él en el típico "hay que ver lo guarra que es la gente..."

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